28/2/08

en realidad, perdimos todos

Adjunto aquí l'escrit que ha fet el Sergio Vicente per La VAnguardia. També va estar al doctorat de la UAB, i també ha acabat als USA, a NYU però, i, curiosament, sense haver-nos comentat res l'un a l'altre ni haver parlat, va fer el seu escrit a LV: increïble la similtud d'amdós, almenys en el fons. Us deixo amb en Sergio:

Por primera vez en lo que va de campaña y precampaña electoral, las elecciones generales han recibido la atención de los que residimos fuera de España. La posibilidad de ver a Zapatero y a Rajoy, frente a frente, ha despertado el interés de muchos que, en ausencia del debate, habrían seguido transitando entre la indiferencia y el desapego hacia una realidad que se presenta un tanto lejana.

Los debates producen sedición en el público. Más allá de quedarse en su contenido programático, la audiencia observa la escena como una contienda en la que la vestimenta, los ademanes y las palabras elegidas importan tanto como -o más que- las propuestas políticas, como una lucha en la que, a su final, cada elector tendrá que apuntar un ganador. Pero su mayor virtud es que proporcionan un marco inmejorable para evaluar dos aspectos cruciales para determinar la mejor opción a la que dar el voto. Por una parte, permiten evaluar la capacitación dialéctica de los candidatos, la habilidad para presentar un argumento coherente ante un asunto controvertido que el oponente -o el moderador- saque a colación en un momento inesperado. Por otra, permite a los espectadores evaluar en forma comparativa las propuestas de ambos. Desafortunadamente, nada de eso pudimos hacer en el primer encuentro entre Rajoy y Zapatero, de la misma forma que será imposible en el próximo. La noche del lunes asistimos a un debate anodino. El modelo pactado por los partidos es una estafa a los votantes. El moderador, desposeído de sus funciones naturales, no puede requerir que un candidato responda de manera directa a una interpelación de su rival, que ofrezca una argumentación al hilo del tema en cuestión o que se contrasten los datos que esgrime. Incluso aparece privado de la capacidad para orientar los turnos de palabra, de manera que se ajusten a la dinámica de la discusión. El resultado es que no hubo argumentación frente a las propuestas del contrincante. Ambos candidatos llegaron con un discurso bien preparado, que el contrario no pudo más que interrumpir con algún aspaviento o comentario de desaprobación. Así que asistimos a dos mítines. Discursos deslavazados y sin aplausos, pero nada que no podamos ver a diario en plazas de toros repletas de fieles seguidores. Si hay una virtud que podamos destacar de la democracia estadounidense, esa es el respeto por los verdaderos debates. Hace unos días tuvimos la ocasión de ver a Obama y a Clinton en Tejas, en uno de los ya incontables encuentros que han mantenido en la carrera por la nominación demócrata. Uno de los moderadores le pidió a Obama que respondiera a unas declaraciones de Clinton, en las que le acusaba de haber plagiado las palabras de uno de sus colaboradores. La dinámica del debate permitió que se dilucidara, en el cara a cara, uno de los argumentos que llevaba esgrimiendo Clinton en los últimos días y que parecía haber calado hondo entre los electores: si tras la retórica de Obama hay verdaderas alternativas programáticas a sus propuestas. Obama tuvo la oportunidad de defenderse, de la misma forma que Clinton pudo contraatacar. A lo largo del debate, ambos candidatos pudieron hablar de sus respectivas opiniones, expresando con claridad las coincidencias y las diferencias entre sus programas. Al final, son los votantes demócratas los que salen ganando. En el caso español, el debate sirvió de muy poco. Ni rastro de propuestas o de contraposición de programas. Ya sabíamos de antemano que todo -absolutamente todo- el historial del adversario es negativo, que nada de lo que propone es aceptable y que se originaría una hecatombe si ganase las elecciones. También sabíamos que la misma realidad puede ser, dependiendo del interlocutor, tanto el mejor escenario en el que se ha visto España en toda su historia, como un absoluto desastre. Para eso no necesitamos perder cien minutos delante de un monitor. Al finalizar la contienda, varios institutos demoscópicos se lanzaron a preguntar por el ganador. Los votantes socialistas quedaron convencidos de que Zapatero lo hizo mejor. Los del Partido Popular se decantaron por Rajoy. Y algunos indecisos entendieron que estuvieron muy igualados. Qué más da, si en realidad perdimos todos.